"Besaba bien, y nuestras lenguas se entrelazaban, húmedas, como dos anguilas en el lecho de un río. Se me aceleró la respiración y sentí un
calor desconocido en los pezones y en la ingle. Sus manos me
examinaban el cuerpo con la codicia y la impaciencia de un buscador de
tesoros, y al llegar a mi espalda, hizo que sus dedos tamborilearan de
arriba abajo por la columna, dejando a su paso huellas de escalofríos.
Adelantó su pierna y la plegó entre las mías. Sentí un bulto duro contra
mi pubis. Escuchaba nuestras respiraciones entrecortadas
superponiéndose la una a la otra como una sinfonía de jadeos
amplificados a su máximo volumen, estrellándose contra el silencio de la
tarde. En inglés puedo describirlo mejor que en español. I fancied him. Él
me gustaba, me apetecía. Me apetecía con la misma urgencia imperiosa
con la que a mis trece años me sentía atraída, cuando me puse por
primera vez a régimen, por las palmeras de chocolate que exhibían los
escaparates de las pastelerías. Quería devorarle a bocados y saborearle
entero. Me apetecía tanto, así, de pronto, que fui incapaz de pararme a
pensar en las razones ocultas tras semejante capricho absurdo, porque yo
no debía desearle, porque yo ya estaba comprometida.
Comparado con la dulzura envolvente y felina de Cat, Ralph
resultaba una catástrofe natural, como un tornado imparable que a su
paso arrasaba casas y devastaba maizales, como un torrente desbordado,
como una tormenta de granizo. ¿De qué hubiera servido oponer resistencia? Me sujetó las manos tras la espalda con una de las suyas y
me arrastró contra las estanterías. Comenzó a recorrer a lametazos el
camino que descendía desde mi oreja izquierda al pecho, demorándose
tranquilo por mi cuello mientras me desabrochaba el pantalón con la
mano que le quedaba libre. Cuando éste cayó al suelo me bajó las bragas
de un tirón y me separó las piernas. Se ensalivó el dedo índice y
comenzó a masajearme el clítoris arriba y abajo. Sentí cómo se hinchaba.
La percepción de su deseo activó el mío, como la proximidad de un
fósforo encendido prende a otro. Mi cuerpo respondía, era evidente, así
que debía de ser que yo también le deseaba. Una parte de mí le había
deseado durante mucho tiempo, una corriente subterránea de deseo que
yo misma había negado albergar. Sexo es sexo, pensé. No va a haber
mucha diferencia, no tengas miedo. Millones de personas hacen esto a
diario. No va a hacerte daño. Déjate llevar. Go with the flow.
—¿No deberíamos ir a la cama? —articulé en un susurro heroico.
Caímos en la cama entrelazados y nos despojamos mutuamente de
la ropa a tirones impacientes. Desnudo, su cuerpo compacto resultaba
imponente hasta la intimidación. Todo en él era grandioso, casi
monumental en su anatomía: el torso, los muslos, los antebrazos, el cuello, y su miembro, por supuesto. Cincelados en piedra, trabajados. Se
colocó sobre mí apoyándose sobre los brazos, como si hiciera flexiones
en una clase de gimnasia. Entró sin hacer daño, entró sin hacer ruido. Me
sorprendió lo fácil que estaba resultando. No hay que temer aquello de
lo que nada se sabe. Ni al sexo, ni al amor ni a la muerte. Me adapté a su
ritmo. Era simple. Realmente, no se diferenciaba mucho de una clase de
gimnasia. Él hacía flexiones y yo puentes. Arriba, abajo, arriba, abajo.
A la mañana siguiente me levanté con su perfume en mi piel. Me
pasé el día obsesionada, olisqueándome la piel con curiosidad canina,
intentado mantenerlo vivo, captarlo para siempre en el olfato, enterrarlo
en la pituitaria, porque sabía que al cabo de un rato su olor abandonaría
mi piel y después sería imposible recordarlo de manera exacta. Sabría
que olía a cedro y a naranjo, y eso sería todo, ya no sentiría aquel
cosquilleo familiar en la nariz"
Lucía Etxeberría, "Beatriz y los cuerpo celestes"
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