martes, 31 de julio de 2012

Soldado Viejo

SOLDADO VIEJO.
"Bueno, yo bajaba a tomar café cada mañana de once a once y cuarto. Cinco días por semana, cuatro semanas por mes, once meses al año. Acabas conociendo a los habituales. Como a aquel viejo –sombrero flexible, traje completo algo raído y bastón con puño de plata - que se sentaba siempre en la mesa de la esquina, esa de ahí que nadie quiere por que molestas al de la tragaperras. Sin decir nada le servían un vaso de vino fino y pan con aceite y sal. Y cuando yo me iba aún seguía ahí, con la mandíbula royendo el mango del bastón, mirando un punto del infinito que los demás no acabábamos de entender.

Total, que aquella mañana estaba todo lleno. Los taburetes de la barra ocupados y las mesas hasta los topes. Y Nasser, el camarero, que ya me andaba pasando por encima de dos clientes el café con leche natural. Yo, a base de codazos y perdones, buscando un rinconcito para poner la taza.

No había otra solución. Musitando un “disculpe”, me senté en frente del viejo del bastón. Este no pareció darse cuenta de mi presencia y yo, discretamente, observaba con atención la mugre de la mesa.

“Yo no me muevo” Dijo el viejo, sin mover los ojos de aquel punto. Por mas respeto que merezcan los ancianos, estuve a punto de saltar. Que pasa, a ver si la mesa era suya. Pero siguió hablando.

“Era el día de navidad del 38, y ahí estábamos, en el frente de Teruel, comprando tiempo con sangre. Esperando a ver si se liaba una gorda en Europa. Es que, sabe usted, se puede luchar sin balas. Pero es mas duro luchar sin motivo, sin esperanza.

“El Cañailla seguía rasgando la guitarra, y para eso hacía falta valor, quedarse en mitones en medio de la nieve. Pero era lo único que nos impedía echar a correr. Mañana al alba, según Radio Macuto, toda una división facciosa iba a subir al asalto de Pozondón. Apoyo aéreo, lejías y regulares. Artillería de campaña y carros. El equipo de los domingos. Contra un regimiento, cien balas por fusil y dos cientocinco con diez cargas: Ojú”


“Y aquel tipo, sabe usted, tomó entonces la palabra. No era muy alto ni muy bajo, ni muy gordo ni muy flaco. Nada destacaba en él, salvo que nunca le había visto una sonrisa, y siempre llevaba una gastada y raída bufanda de punto, que un día de borrachera me contó que una tal Birutia había tejido a mano para él. Todos le llamaban Soldado. “Soldado que”, le preguntó un tenientillo una vez. “Soldado Viejo”, respondió, mirándole a los ojos.” El anciano iba asintiendo con la cabeza, con las manos sobre el rayado bastón, y repetía aquellas dos palabras como si no fueran solo un nombre: “Soldado Viejo”.

Los ojos del hombre del bastón parecían seguir queriendo taladrar aquel punto, que para mí, se lo juro, no era más que la puerta de la nevera. “Yo me quedo. Solo dijo tres palabras. Y todos nos pusimos así, tiesos como un palo. No nos juzgue mal, señor. Muchos éramos soldados a los dieciséis, y cuando le cuento ya con dos años de derrota sobre nuestras espaldas. Y eso no es justo. Puede usted pegarle a un viejo, ¿sabe?, que tenemos los callos muy duros.” Pensé que le había dado un yamacuco de tos, pero aquello resultó ser una risa cascada. “Pero no le pegue a un niño. No si quiere tener viejos, señor. No señor”.


“Dos años de guerra y ni una victoria. Y de repente, a aquel tipo no le salía, señor, cumplir como cada día las órdenes del enemigo. Y todos levantamos la vista, y hasta la mano del Cañailla no encontró la cuerda. Me es difícil de explicarle. Es como si usted se diera cuenta que ha venido cargando, toda la vida, un peso inútil. Y le enseñaran, a los dieciocho, que muchas cosas no son imprescindibles. Aquel instante todos nos sentimos como si fuéramos dueños de nosotros mismos, que cualquier cosa que hiciéramos iba a estar bién. Debe haber, debería haber una palabra para definir esto. No se si me entiende usted, señor. Éramos libres.”

“Y disculpe mis palabras, señor, si le suenan un poco raras. Sabe usted, aquellos no fueron tan malos tiempos. En el fondo, aquellos meses aprendí, señor, muchas cosas. Algunas debajo de la manta de Dolores la Sanluqueña, que cuando vió que la andaba rondando me hizo pasar mientras me decía que no era el momento de jugar al gallo y la gallina cuando manaña íbamos a estar muertos. No se como decirle. A lo mejor aquel hombre tenía razón. A lo mejor éramos libres.


“Soldado viejo volvió a decirlo. “Yo me quedo. Nunca en la vida he ganado. Y me gustaría hacerlo, aunque solo fuera por variar. Solo una vez, ya se que ganar no es para mí. Pero creedme, soy el mejor para quedarse aquí. Soy un experto en derrotas. He estado en todas. Y estoy dispuesto a hacer otra mas. Pero esta quiero ganarla.”

“Pues, nos quedamos todos”, dijo el vasco. Y soldado viejo movió los labios, cuarteados por el frío y la sed, así como queriendo reír. No le salió, ¿Sabe usted?, por falta de práctica.

“Señor, me hubiera gustado abrazarle, y echar a gritar, y colgarle una medalla del cuello, si yo mismo hubiera tenido alguna. Pero todos nos limitamos a dar la vuelta, estirar el embozo de aquella manta tan fina, y fingir que dormíamos. Mucho, mucho rato después entreabrí un ojo. Soldado viejo seguía mirando al fuego.


“Por la mañana temprano, los que decidimos seguir adelante liamos los hatillos. ¿Y sabe usted? Casi cada día, desde entonces, recuerdo la canción que quedó tocando el Cañailla, algo sobre una mujer que quedaba muy sola, ojú, y no pude escuchar el final por que ahí les dejamos, una guitarra y dos... Y pena que yo fuera tan joven. ¿Sabe? Que no es que no tuviera corazón. Es que entonces me faltó haber vivido mas, para ver el valor de las cosas. Y hoy daría cada día de mi vida, señor, por escuchar el final de aquella canción, ahí, sobre la nieve de Pozondón.


Mientras iba diciendo esto, los ojos del anciano se clavaron, por primera vez, en los míos. “Aguantaron dos días, fusiles con dos peines contra carros y comiendo nieve. Una división contra ciento cincuenta. Y pudimos montar una línea en Orihuela, y otra en Bronchales. Puertos de mil seiscientos y pico metros, señor, no pasarán. Y no pasaron en todo el invierno, hasta que bajó la nieve.


El anciano batió palmas para pedir la cuenta, pagó y tomó su sombrero y bastón. “¡Y Soldado Viejo!” Pregunté. “¿Qué fue de Soldado Viejo”.


“¿Soldado Viejo?” El anciano me miró como si no hubiera entendido nada. “Soldado Viejo" ganó"

Soldado viejo, por Miguel Aceytuno. Sacado de http://dreamers.com/historol/ri02.htm

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